viernes, 13 de septiembre de 2013

Guerras napoleónicas X

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (X). Los cañones de agosto y el culto a Napoleón
19 de agosto de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
A quienes siguen esta serie de artículos sobre la penúltima campaña de las guerras napoleónicas, probablemente no les pillará de sorpresa lo que les voy a contar para empezar este nuevo capítulo de la misma. Se trata de lo que ocurrió el día de la Ascensión -o Asunción- de la Virgen de hace dos siglos.  
Ese 15 de agosto, como todos desde que Napoleón se coronó emperador, sus tropas, aún dispersas por media Europa, celebraron con todo el estruendo necesario el día de San Napoleón. Esa festividad que el emperador había obligado al Vaticano a crear “ex-profeso”. O, más bien, de la nada, casi inventándose la existencia de un mártir cristiano con un nombre más o menos similar a “Napoleón”.
De ese modo Napoleón -no descubro nada y, de hecho, ya lo conté en otro artículo de esta serie, el número VIII-, aparte de autoglorificarse un poco más, desplazaba la festividad de la que aún hoy se llama “Virgen de Agosto”.
Algo que las tropas sitiadas en San Sebastián en esas fechas, el 15 de agosto de 1813, no se privaron, ni mucho menos, de poner en escena una vez  más, haciendo ver a las tropas angloportuguesas que rodean la ciudad y preparan su asalto que su moral, y sus recursos, están en tan buen estado como para no pasar por alto la festividad de San Napoleón.
Un mensaje fatídico realmente para un ejército que, por culpa de ese asedio sin resolver, estaba literalmente atrapado en estas mismas fechas -de hace dos siglos- en un cuadrado no menos fatídico formado por el territorio abarcado entre varias fortalezas que siguen en manos del ejército napoleónico: San Sebastián, Pamplona, Bayona… tal y como señalará años después uno de los altos oficiales de esas tropas aliadas, sir William Napier, en su “Historia de la guerra peninsular”, ya mencionada en diversas ocasiones en este correo de la Historia como la fuente histórica de primer orden que es.
La traducción para esas tropas angloportuguesas, bloqueadas ante San Sebastián, de los alardes festivos hechos por la guarnición napoleónica el 15 de agosto debió de ser realmente angustiosa: esos soldados napoleónicos no parecen desmoralizados en absoluto, siguen confiando en su ídolo, en que finalmente los rescatará. Probablemente con el mismo ejército al mando del mariscal Soult que ha sido rechazado entre el 25 de julio y el 2 de agosto en los Pirineos… En definitiva, el 15 de agosto de 1813 los soldados que sitian San Sebastián asisten a una desmoralizadora escenificación de eso que años después un historiador francés -J. Lucas-Dubreton- llamará, acertadamente, “el culto a Napoleón”.
Se trata de un arma verdaderamente potente. En ocasiones, como finalmente acaba ocurriendo en San Sebastián y en San Marcial el 31 de agosto de 1813, no servirá de gran cosa a la hora de anotar una nueva victoria para las banderas francesas. Sin embargo, desde 1848 en adelante, ese culto a Napoleón, como parte esencial del culto a otros héroes “franceses” -desde el jefe galo Vercingétorix hasta Charles de Gaulle pasando por Santa Juana de Arco, San Luis rey de Francia, Francisco I, el cardenal Richelieu…- es la base sobre la que se forma una nación dispuesta a morir a millares en los campos de batalla de Europa y del resto del Mundo. Un mínimo sacrificio, bajo ese punto de vista, por un país tan glorioso como el que describe ese culto fuertemente enraizado en la Historia francesa y vulgarizado por medio de novelas, imágenes, grabados, libros para niños y jóvenes y un “merchandising” al que nada tiene que envidiar el Hollywood de hoy día. Salvo, quizás, la sutileza mucho mayor con la que se opera en Francia por medio de esos instrumentos.
Como ejemplo puede bastar lo que ocurre en ese país, Francia, hace ahora exactamente 99 años, cuando comienza, en serio, la que entonces se llamó “Gran Guerra” y nosotros conocemos como “Primera Guerra Mundial”.
Durante el mes de agosto de 1914, en el que se consuma lo iniciado por el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco a finales de junio de ese año, miles de franceses no se cuestionan la necesidad de ir a morir por Francia -esa Francia encarnada, entre otros, por Napoleón y su Gloria militar-, exponiéndose al fuego de esos “cañones de agosto” que la historiadora norteamericana Barbara W. Tuchman ha convertido en el símbolo del comienzo de esa guerra que lo trastorna todo, dando lugar al mundo en el que hoy vivimos.
Sí, por difícil que resulte de creer ahora, contado y leído en frío, los franceses de 1914 -salvo las honrosas excepciones de costumbre- no dudan un momento en lanzarse de cabeza a un inmenso matadero. Uno en el que muchos de esos aspirantes a héroes ni siquiera tienen la oportunidad de ver el rostro del enemigo como, se suponía, sí ocurría en las guerras napoleónicas, siendo, por el contrario, aplastados por inmensas explosiones lanzadas por cañones con mayor alcance, con mayor capacidad de enviar cada vez más lejos cargas explosivas de mayor potencia. Una Artillería capaz de crear la llamada “cortina de fuego”, que barre kilómetros y kilómetros de frente. Bien para proteger a las tropas propias, bien para aniquilar a las enemigas enterrándolas literalmente vivas, por millares, en cuestión de minutos.
La “Gran Guerra” que empieza con esos “cañones de agosto” de 1914, en efecto, no puede comprenderse sino como el resultado final de lo que se vive en aquella otra Europa de las guerras napoleónicas. Esa en la que se hace de un hombre un ídolo casi divino y de la idea abstracta de nación -simbolizada en grandes hombres como Napoleón, en banderas, en nombres de batallas, gloriosas incluso siendo sonadas derrotas-, un motivo más que suficiente para morir y matar aunque sea de ese modo tan absurdo, tan poco heroico, apenas un par de minutos después de llegados a la línea del frente sin haber visto siquiera el rostro del enemigo.
Lo demuestra claramente, por ejemplo, el espasmo patriótico que recorre Prusia -otra de las grandes protagonistas de 1914- en el verano de 1813 donde, inspirados por el caso español, como cuenta nuestra colega historiadora Remedios Solano, se pone en armas a miles de soldados prusianos sobre el terreno para empujar a Napoleón de vuelta a París, sacándolo de la Väterland, de la patria prusiana, no bien las cosas mejoren en el frente peninsular, una vez que se haya rebasado ese cuadrado mortal del que habla Napier, quebrantando la resistencia de guarniciones como la que el 15 de agosto celebra San Napoleón en  San Sebastián.
Eso -la gloria de Napoleón, y Francia, la “Väterland” prusiana apenas inaugurada en 1813…- lo explica todo. Y principalmente cómo se galvaniza a miles de hombres para repetir, una y otra vez, la misma guerra -con medios cada vez más destructivos, eso sí- durante casi dos siglos.
Así las cosas, si nos preguntamos por el sentido de aquellas guerras napoleónicas que se están decidiendo a los pies de los Pirineos occidentales en el verano de 1813, deberemos reflexionar sobre ese culto a Napoleón manifestado en ocasiones como la que tiene lugar en San Sebastián el 15 de agosto de 1813, o en réplicas a la fiesta de San Napoleón como esa “Väterland”, esa Patria, que los soldados prusianos invocan cuando tratan de romper las líneas napoleónicas en esas mismas fechas.
Que eso ocurriera ahora hace doscientos años no implica, desde luego, que tenga menos importancia o que haya perdido su capacidad de explicar hechos a veces tan incomprensibles -si se miran sólo superficialmente- como la tenaz resistencia de una fortaleza clave, como lo era la de San Sebastián en agosto de 1813. O, si a eso vamos, la muerte de verdaderos rebaños de hombres -austriacos, alemanes, rusos, portugueses, británicos, franceses, algunos centenares, tal vez miles, de voluntarios españoles…- bajo los terribles cañones de agosto de 1914.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanos “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Guerras napoleónicas IX

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (IX). Sobre piratas, corsarios y homenajes a víctimas del emperador Bonaparte
12 de Agosto de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
Este sábado 10 de agosto empezaba la Semana Grande de San Sebastián. Un acontecimiento curioso por distintas razones. Entre otras por ser una de las pocas reminiscencias que quedan de la llamada “Belle Époque” en esta Europa del siglo XXI que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. Esa que, en teoría, barre de la faz de la Tierra cosas así.
Ciertamente la actual Semana Grande tiene ya poco que ver con aquella que eclosionó entre el final de la Tercera Guerra Carlista (1876) y los años posteriores a la llamada “Gran Guerra” iniciada en 1914, a partir de la década de los años 20 del siglo pasado.
Quedan los fuegos artificiales, ese participar en la fiesta paseando más que desmandándose, como ocurre, por ejemplo, en Sanfermines, la mayor parte del “marco incomparable” de una arquitectura surgida en esas fechas y alguna otra cosa más.
No queda ya nada de señoras con etéreos sombreros de grandes alas y falda hasta los tobillos tomando la brisa marina y caballeros con “canotier” y traje -“de verano”, por supuesto- refrescándose sus bigotes encerados con las guías hacia arriba en los cafés del Boulevard.
Mucho menos de aquellos grandes coches -Hispano-Suizas, Stutz bearcats, Bentleys…- que aparcaban ante grandes hoteles como el María Cristina para admiración de una masa que aún se desplazaba -en Londres, en París o en San Sebastián- en carros o en tranvías tirados por caballos.  
El resto se ha convertido en una fiesta más popular, más banal, menos refinada. Tanto que incluso provocaría indignación y desmayos entre los elegantes veraneantes de la “Belle Époque”.
Sin duda el llamado “abordaje pirata” que forma parte de la actual Semana Grande, y lleva teniendo lugar en La Concha desde hace cerca de una década, sería uno de esos eventos que sublevaría a los protagonistas de aquella otra Semana Grande.
La actividad, organizada por el colectivo “Izan pirata” -se traduce del euskera como “Sé pirata”-, implica, más o menos, hacerse un barco “pirata” y participar en una especie de abordaje multitudinario entre esos “barcos pirata” improvisados. Algo que termina con la mayoría de los participantes en el agua, cosa muy de agradecer en pleno agosto. O al menos cuando, como ocurrió este sábado, hace sol.
El programa declarado de “Izan pirata”, según consta en su página de la plataforma Verkami, donde busca micromecenas que financien sus actividades, es conseguir una Semana Grande euskaldun -esto es, vascoparlante-, participativa, igualitaria…
En principio, como ven, sólo se trata de una apropiación intranscendente y con fines lúdicos de una actividad histórica que no tenía nada de lúdica como la Piratería, los abordajes, etc… Todo correcto. Salvo para puristas -como, por ejemplo, los almidonados veraneantes de la “Belle Époque”- o los que no se conforman con un remedo de las películas “de piratas” del Hollywood de los cincuenta cuando oyen la palabra “abordaje”.
Sin embargo, este sábado 10 de agosto de 2013 las cosas fueron más lejos.  “Izan pirata”, en colaboración con otros colectivos, quiso hacer un homenaje a las víctimas civiles del momento culminante de la batalla por San Sebastián de 31 de agosto de 1813.
El homenaje a las víctimas de cualquier guerra -más si como ocurre en este caso, eran civiles desarmados y aliados de quienes los agredieron-, siempre resulta pertinente. Sin embargo, había un par de cosas que chirriaban en ese homenaje que los “piratas” donostiarras organizaron este sábado en la 31 de agosto, la calle que sobrevivió entera al incendio y el huracán de destrucción provocados por las tropas angloportuguesas a partir de la una de la tarde de ese 31 de agosto de 1813 que hoy da nombre a esa calle.
Quizás el lugar más oportuno, más digno incluso, para esa nueva incursión de los “piratas” donostiarras en el terreno de la Historia, hubiera sido el monolito a las víctimas del Terrorismo erigido en los jardines de Alderdi-Eder. Allí, al fin y al cabo, aparte de ese recuerdo a otras víctimas más recientes -muchas de ellas también donostiarras- estaba el monumento elevado en 1913 a esa catástrofe bélica que arrasó la ciudad y que ahora algunos energúmenos se dedican, día sí y día también, a ensuciar con pintura una vez mutilado todo lo mutilable en esas esculturas hoy trasladadas al monte Urgull. Por otra parte ese monolito a las víctimas del Terrorismo está ante La Concha, escenario de los abordajes de “Izan pirata” y, finalmente, es uno de los puntos en los que convergieron las tropas angloportuguesas masacradas por la guarnición francesa que contenía el asalto final de 31 de agosto de 1813.
La calle Esterlines hubiera sido quizás mejor lugar todavía para ese homenaje a las víctimas civiles del 31 de agosto de hace dos siglos. Allí, según los 79 testimonios de los supervivientes a la masacre e incendio de 1813 -tan mencionados últimamente y tan poco, o mal, leídos- se violó y asesinó a una guapa joven donostiarra de clase baja a manos de lo más inmundo de la soldadesca angloportuguesa que se entregó a saquear y destruir la ciudad que, supuestamente, habían venido a liberar de la dictadura napoleónica. Una víctima que, por sí sola, ya hubiera bastado para cubrir de horror aquel hecho de armas, sin necesidad de entrar en el obsceno juego que se ha planteado -y dejado plantear- en torno a este bicentenario acerca de los cientos o miles de muertos causados por la batalla de San Sebastián de 31 de agosto de 1813.  
Sin embargo, desde el punto de vista del historiador, hubiera sido aún más apropiado, y sobre todo coherente, que los “piratas” donostiarras hubieran llevado su homenaje al canal del puerto de Pasajes.
La pequeña parte de la Historia de las guerras napoleónicas que tuvo lugar allí en el mes de diciembre de 1813, está recogida minuciosamente en un legajo del Archivo general guipuzcoano bajo la cifra JD IM 1/19/65. Son documentos de la Junta de Sanidad de esa villa guipuzcoana, la del puerto de Pasajes, hoy conocida como “Pasai”. En ellos su presidente, Martín de Zatarain, nos cuenta las aventuras que había sufrido la fragata de transporte inglesa Mary, bajo mando del capitán Jorge Bron (muy probablemente una castellanización de George Brown).
La fragata en cuestión había tenido un viaje verdaderamente azaroso que nos refleja, sin embargo, qué significaba ser marino, corsario o pirata, realmente, en el año 1813 y no figuradamente, como ocurre ahora al comienzo de cada Semana Grande.
Según lo indagado por Martín de Zatarain, la Mary había salido de Tarragona con rumbo a Alicante al menos un par de meses antes. Estuvieron fondeados en ese hoy, otra vez, tan traído y llevado peñón de Gibraltar hasta el día 28 de noviembre de 1813. Una larga escala de 21 días.
Después de ella habían salido con rumbo Norte, una travesía que se vería interrumpida en los 49 grados de latitud y 9 de longitud.
En efecto, en esa altura de las cartas náuticas la Mary será abordada por un corsario estadounidense -en esos momentos en guerra contra Gran Bretaña, como ya se comentó en el número IV de esta serie-, que la capturará haciendo buen uso de los seis cañones que monta en sus amuras. Más que suficiente, por lo que se ve, para que el capitán Jorge Bron -o George Brown, si así lo preferimos- rinda el pabellón de la “Union Jack” y entregue la Mary al corsario yankee. Único, pero preciado, botín de ese abordaje, ya que la fragata inglesa no llevaba carga. Tan sólo el lastre de sus bodegas. En cualquier caso más que suficiente para esos halcones del mar salidos de Boston, de Baltimore, de Marblehead o de dónde quiera que tuvieran su origen en los recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica.
Sin embargo, y como solía ser habitual -recordarán las escenas finales de “Master and commander”-, la tripulación capturada se había enfrentado con la dotación puesta en la Mary por el corsario yankee y, venciéndola y haciéndola a su vez prisionera, habían recuperado el control de la fragata, trayéndola sana y salva hasta Pasajes.
Los que no estaban tan sanos eran algunos de sus tripulantes. Uno de ellos, completamente anónimo para esos documentos, morirá el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, de escorbuto.
Una circunstancia mala para él pero tranquilizadora para los caballeros que, como Martín de Zatarain, formaban parte de la Junta de Sanidad de los Pasajes. Al menos aquel “tarpaulin” -uno de los motes aplicados a los marinos británicos, en  referencia a sus ropas y sombreros impermeabilizados con brea- no había muerto de fiebre amarilla o “calentura pútrida”. Como la que se había llevado por delante a muchos de los supervivientes -soldados y civiles- a la destrucción de San Sebastián provocada por algunos soldados y oficiales angloportugueses el 31 de agosto de 1813.
En cualquier caso, y para evitar males mayores como el recrudecimiento de esa enfermedad epidémica, el entierro que se dio a aquel marino es algo digno de cualquier homenaje a las víctimas que aquel otro gran dictador -llamado Napoleón Bonaparte- provocó desencadenando aquellas guerras llamadas, precisamente, napoleónicas.
Las notas sobre esos funerales que da la Junta de Sanidad son elocuentes por sí solas. Dicen así, con la mala ortografía de aquella época incluida: “El cadáver se ha hechado (sic) en mar fuera conducido por el Bote del mismo Buque acompañado à distancia del de la Sanidad con un Regidor, un representante del Governador de marina capitán de Puerto Ynterino, y un oficial Yngles”.
La escena seguramente fue digna de los pintores que triunfan en esas mismas fechas. Un Constable, un Caspar David Friedrich… El cadáver de un anónimo marinero es arrojado a las aguas abiertas ante el puerto de los Pasajes, mientras autoridades civiles y militares contemplan desde lejos, a bordo de sus respectivas embarcaciones, como aquel cuerpo es lastrado y enviado al que la subcultura de los marinos anglosajones de la época conocía como “Davy Jones´ locker”. Es decir, el cofre de Davy Jones. El maldito fondo del mar del que sólo se saldría el Día de la Resurrección para el Juicio Final.
Uno más de los eufemismos de esa parte de la cultura popular de la Europa Moderna de la que nos habló en su día en un magnífico, y recomendable, libro el profesor Peter Burke. No el único, eufemismo, de esa índole, por cierto. Como constatarán si se dan el gusto de escuchar alguno de los famosos “cantos de marinos” -“Sea shanties”- editados hace años en formato CD. En ellos se nos habla de muchas otras historias basadas en hechos reales como ese que tuvo lugar en Pasajes una mañana de finales de diciembre de 1813. Ahí oirán  hablar, por ejemplo, de cómo el pobre Tom -una metáfora más del marino común- se fue a “Hilo” para no volver nunca más, él, que había luchado en Trafalgar, y según las distintas versiones de esa canción, tanto podía estar por las calles de aquel puerto peruano, como haberse convertido, ya para ese momento, en el amante de una sirena…
Maneras de endulzar muertes tan tristes y tan habituales como la que vivió aquel anónimo marino que había llegado hasta Pasajes a bordo de la fragata Mary. Una más de las muchas movilizadas, junto con sus respectivas tripulaciones, para poner fin a unas largas guerras que habían devorado en sus fauces a miles de seres humanos. Unos que, tal vez, hubieran muerto de viejos e incluso habrían recibido un funeral menos siniestro que el que aquel tripulante de la fragata Mary -aquel pobre Tom, aquel pobre “tarpaulin” anónimo- tuvo ante el puerto de Pasajes en diciembre de 1813. Un personaje que, la verdad, bien se merecería un homenaje que nos recordará todos los años lo que consiguió la megalomanía de un individuo -Napoleón Bonaparte- sacrificando sobre el tapete de la Historia miles de vidas como aquella para satisfacer su ambición.
Eso, quizás, tendría un mejor y más coherente sentido histórico que lo que se escenificó este sábado en la calle 31 de agosto por parte de los “piratas” donostiarras y otros colectivos, permitiendo de paso una conmemoración de aquellos hechos históricos más justa, incluso más generosa, en fin, más histórica.
Tanto para la población donostiarra víctima de una soldadesca despreciada hasta por sus propios compañeros, según contaba sir William Napier en su “Historia” de esos hechos que hoy recordamos, como para otras víctimas colaterales de aquellas guerras napoleónicas.  
Como, por ejemplo, aquel marinero anónimo de la fragata Mary, arrojado al mar cerca de San Sebastián tras su muerte en diciembre de 1813 sin siquiera unas palabras que recordasen que él también había sido un ser humano.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanos “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)

martes, 10 de septiembre de 2013

Guerras napoleónicas VIII

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (VIII). Inazio, gure patroi haundia… De los amigos y enemigos sobrenaturales del emperador Napoleón
5 de Agosto de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
El miércoles de la semana pasada fue, como supieron muchos guipuzcoanos y vizcaínos, la fiesta de San Ignacio de Loyola. Es decir, un estupendo día de julio, soleado además, que facilitó mucho las cosas a quienes estaban ideando un puente veraniego. Pero aparte de esa feliz serie de coincidencias, ese día de San Ignacio podría ser también una excelente ocasión, en este bicentenario de las guerras napoleónicas, para recordar un aspecto poco comentado de las mismas que, sin embargo, no por eso es menos real
En efecto, como somos una sociedad laicizada -unos pensarán que para bien, y otros que no- tendemos a ver ausentes de las guerras napoleónicas los aspectos religiosos por más que ese período histórico nos fascine, lo estudiemos, le dediquemos bicentenarios…
Es una suposición razonable por otra parte, ya que la sociedad de esa época, la napoleónica, ha pasado por la Ilustración y, sobre todo, por los, en muchas ocasiones, brutales procesos de Descristianización que impuso la hora más sanguinaria de la revolución de 1789.
Resulta, en efecto, difícil después de haber visto un par de películas sobre la revolución francesa -pongamos por ejemplo “La noche de Varennes”, o “Dantón”-, seguir creyendo que los soldados que cierran filas tras las águilas napoleónicas fueran, como se suele decir, de misa diaria.
El famoso cuadro de David, en el que se ve a Napoleón autocoronado y coronando a su esposa en una catedral de Notre Dame de París que parece más bien un templo pagano neoclásico, dificulta también asociar la idea de religión cristiana más  o menos ortodoxa, de una u otra confesión, con las guerras napoleónicas.
Sin embargo, pese a todo, pese a esos indicios que nos da la propia Historia sobre la progresiva desacralización de la sociedad de las guerras revolucionarias y napoleónicas, hay documentos que avalan otra clase de hechos históricos. Unos que nos hablan de que las guerras napoleónicas tienen también aspectos religiosos que han sobrevivido a la desacralización y laicización revolucionaria que, eso no puede ponerse en duda, se ha convertido desde 1789 en una corriente histórica que gana una extraordinaria fuerza, hasta llegar a la situación actual.
En el territorio guipuzcoano donde, como ya sabrán los lectores habituales de esta serie, se está luchando ahora hace dos siglos una de las principales campañas para derribar a Napoleón de su pedestal imperial, existen indicios verdaderamente sabrosos de esa religiosidad de la era napoleónica.
En efecto, en esos ejércitos aliados que, a primeros de agosto de 1813, se mantienen en una nerviosa espera, aguardando el próximo contraataque del mariscal Soult, encontramos unidades que combaten bajo la protección de un santo concreto.
De hecho, según lo que nos dicen los documentos disponibles, todas las tropas españolas de esa época -en otros aspectos tan revolucionaria- siguen poniéndose siempre bajo la protección de un determinado santo que bendice sus banderas y vela por ellos en combate. Una tradición análoga a la de otros países católicos que lucharon también en esas guerras napoleónicas. Caso, por ejemplo, de los austriacos, alguno de cuyos regimientos, al parecer, exhibió en sus banderas incluso efigies de la Virgen.
En el caso de las fuerzas en presencia en territorio guipuzcoano hace ahora dos siglos, entre las unidades del Cuarto Ejército español que esperan sombríamente la próxima batalla, rogando para que sea la realmente decisiva, la que derroque al Ogro Bonaparte y desbande sus ejércitos, nos encontramos con algo parecido en las banderas de los tres batallones guipuzcoanos.
En noviembre del año 1812 esas unidades tuvieron que decidir, por orden de su oficial supremo al mando, el general vergarés Gabriel de Mendizábal, a qué santo elegían como su patrón para que, en enfáticas palabras del propio general, intercediese por ellos ante el “Dios de los Ejércitos”… Tal y como lo recoge una interesante correspondencia conservada en el archivo general guipuzcoano bajo la cifra JD IM 3/4/93. La misma que, para satisfacción de curiosos, el padre Lasa, el biógrafo de Gaspar de Jáuregui -“padre” de esas unidades en los difíciles días de 1808 a 1810-, glosó en su día para su estudio sobre ese oficial -Jáuregui- que llegó a mariscal de campo gracias a estas guerras.  
Al parecer los integrantes de esos batallones tuvieron dificultad en elegir un protector espiritual, o, tal vez -no podemos descartarlo- no estaban muy interesados en tomar una decisión a ese respecto. Menos aún cuando se trataba de decidir si el santo patrón sería San Ignacio de Loyola o el controvertido San Martín de la Ascensión, origen de agrias discusiones entre varias poblaciones guipuzcoanas y vizcaínas.
Tal y como consta en esa correspondencia, dejaron el asunto en manos de Gabriel de Mendizábal. Éste, finalmente, les indicará desde el cuartel general de Bilbao, con fecha de 2 de diciembre de 1812, que había decidido que el santo que les protegería cuando entrasen en batalla contra las tropas napoleónicas, sería San Ignacio de Loyola.
Realmente sorprende ver a un general tan afín, después de todo, a las ideas constitucionales de 1812 -como también se delata en la correspondencia de ese legajo y en otros documentos-, ocupado y preocupado con esa elección de santo protector para los batallones guipuzcoanos.
Se dirá que, ciertamente, la constitución de Cádiz es decididamente confesional y en gran parte es obra del estamento clerical que, al igual que en la Francia de 1789, se alinea en gran parte con cambios políticos como ese.
Sin embargo ese detalle no salva a la famosa “Pepa” de que los reaccionarios -los que se tienen por creyentes ortodoxos- la vean como un foco de ideas revolucionarias, destructoras, en fin, tanto del altar como del trono. Lo bastante, en definitiva, para considerar a sus partidarios como católicos de pacotilla, a los que no salvarían siquiera gestos, en apariencia tan piadosos, como seguir con la tradición de buscar santos que protejan a las tropas bajo su mando.
Podríamos discutir durante folios y más folios sobre esa cuestión, sin embargo, por ahora, lo interesante sería recordar que a los serviles, a los reaccionarios opuestos a la constitución de 1812, no les faltaba algo de razón en sospechar, y hasta abominar, de gestos como esa elección de un santo protector para las tropas que combaten a Napoleón por parte de un general exaltador de “la Pepa”.
Y es que, en efecto, en aquella Europa napoleónica la religión es instrumentalizada de un modo descarado. Como no se ha visto en siglos pasados, llenos de episodios que darían para escribir varios libros sobre esa faceta de la Historia por lo general tan poco atendida. Una instrumentalización del mundo espiritual llevada a cabo por pura fórmula, por inercia o, como ocurre en el caso de Napoleón, como una estrategia más para reforzar su poder.
Algo que queda claro, por ejemplo, en un documento, firmado de su puño y letra, y pegado por las paredes de toda Francia en forma de pasquín a partir del 19 de febrero de 1813.
El título de ese documento era, traducido, “Decreto imperial concerniente a la festividad de San Napoleón y al correspondiente al restablecimiento de la religión católica en Francia”. En él Napoleón, como emperador de los franceses y rey de Italia, declaraba que había decretado y decretaba que el 15 de agosto, día de la Asunción, sería en toda Francia la fiesta de San Napoleón y la del restablecimiento de la religión católica en esa nación, así como la de la conclusión del Concordato con la Santa Sede. Asuntos todos, por cierto, de los que ya me ocupé en un anterior correo de la Historia.
El emperador daba instrucciones precisas sobre el modo de celebrar los ritos religiosos que ensalzasen esas festividades, pero no se olvidaba, ni mucho menos, de traer a colación otras palabras que dejaban claro cuál era el fin último de esas celebraciones. Así indicaba que un sacerdote debía dar, en cada templo, un sermón acerca del deber de cada ciudadano de dedicar su vida al servicio de su príncipe y de la patria…
Algo que remataba con palabras escogidas del prefecto de Hérault, que, en sus reflexiones de 6 de agosto de 1806 acerca de ese decreto imperial, recordaba a sus administrados que dichas celebraciones no deberían limitarse al recinto de los templos, sino ser ocasión pública para que los ciudadanos pudieran mostrar su satisfacción y reconocimiento a la augusta persona de Su Majestad Imperial, que había hecho todo lo posible para dar a Francia la felicidad y gloria de la que disfrutaba en esos momentos…
Cosas así, y otras, como la especie de orden que el emperador daba a Dios para que protegiera a Francia en las monedas que circulaban en su imperio -algo de lo que iba a estar muy necesitada apenas acabase el verano de 1813-, nos muestran, en efecto, las vicisitudes que sufre la religión durante la era napoleónica, constituyéndose en un elemento muy presente en la misma -más de lo que, en principio, nos pudiera parecer-, creando un conjunto de amigos y enemigos espirituales del emperador Napoleón, que estaban ahí, en ese rincón mal iluminado de la Historia en el que no solemos fijarnos mucho.
Como por otra parte es natural en una sociedad de vuelta de manejos como esos, en los que el mismo autor del exaltado decreto de 19 de febrero de 1806 no dudará en secuestrar al Papa cuando la razón de estado se lo dicte así…
Alguien contra quien, sin duda, no resultaba superfluo solicitar la protección de San Ignacio de Loyola, tal y como Gabriel de Mendizábal decidió hacer para proteger a sus batallones guipuzcoanos en 1812. Aunque fuera por tradición, por inercia o quién sabe por qué otra causa. 
Es desde luego muy posible que a muchos de esos voluntarios guipuzcoanos ese detalle les pudo servir de alguna ayuda -al menos espiritual- cuando a lo largo del día 31 de agosto de 1813 cargaron a la bayoneta contra las tropas del mariscal Soult, tan famélicos y tan harapientos como cualquier otra unidad -española, francesa, británica, portuguesa…- de aquellas guerras napoleónicas.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanas “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco).

viernes, 6 de septiembre de 2013

Tallarines de judias verdes

TALLARINES DE JUDIAS VERDES GRATINADAS CON QUESO
Ingredientes: 4 personas

500 grs. de judías verdes frescas
2 huevos cocidos
200 ml. de salsa de tomate frito
100 grs. de queso semi-curado
1 lata de atún en aceite de oliva medianas
Sal
Una vez cortadas las judías se ponen a hervir unos 6 minutos en agua con sal hasta que estén al dente. Si os gustan más blanditas, le podéis dar más tiempo, pero tened en cuenta que cortadas así de finas, cuecen mucho más rápidamente.

En una fuente resistente al horno, ponemos como base la salsa de tomate frito
Sobre la salsa, ponemos las judías/tallarines bien escurridas.
Repartimos el atún bien escurrido del aceite de la conserva y los huevos cocidos cortados por la mitad.
Espolvoreamos el queso rallado por encima. Utilicé para este plato, un queso semi-curado.
Introducimos a horno precalentado a 180ºC durante unos 10 minutos hasta que se forme una costra dorada por encima.