lunes, 15 de julio de 2013

Guerras Napoleónicas (V)



La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (V). El 14 de julio y el general Castaños
15 de Julio de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
Este domingo, ayer mismo, habrán visto por la televisión el apabullante desfile con el que Francia celebra su principal fiesta nacional.



Al igual que la de los Estados Unidos se conmemora en el mes de julio y también al igual que la de los Estados Unidos, tiene su origen en acontecimientos revolucionarios puestos en la escena histórica durante las últimas décadas del siglo XVIII.
En el caso de Francia, el acontecimiento en cuestión es la toma, un 14 de julio de 1789, de la prisión de la Bastilla, de la que no quedó piedra sobre piedra, utilizándose éstas para hacer ”souvenirs”, tallando en cada una de ellas pequeños modelos a escala de esa cárcel de Estado para los entusiastas de la revolución recién triunfante.
Es lógico que la actual República francesa, heredera directa de aquellos acontecimientos, haya institucionalizado el 14 de julio como Fiesta Nacional y la célebre atronando los Campos Elíseos con la sobrecogedora marcha a toque de timbal y corneta de la Guarda Republicana a caballo. O con el despliegue, no menos impresionante, de la mítica Legión Extranjera -curiosamente fogueada en 1835, en sus inicios, durante la primera de las guerras carlistas- cantando sobre marchar o morir.
Al fin y al cabo el asalto a la Bastilla el 14 de julio era el punto de no retorno de lo iniciado días atrás en la reunión de los Estados Generales, que juran no separarse hasta dar a Francia un sistema de libertades que nada tenga que ver con el origen -noble o plebeyo- de los que la habitan y van a recibir pronto el título, verdaderamente revolucionario, de “ciudadano”. Ese que los diferencia de los antiguos súbditos de los reyes absolutos, de esos que la más incendiaria documentación de la época califica de “esclavos”.
Pero, en plenas guerras napoleónicas, en un 14 de julio de 1813, por ejemplo, ¿qué pasaba con esa fecha?.¿Alguien la celebraba?. ¿Alguien la recordaba, a ella y a lo que representaba, para bien o para mal?. ¿Tendría lógica?. Al fin y al cabo, el 14 de julio de 1789 desencadenará las guerras revolucionarias en las que se forjan tanto Napoleón como sus ejércitos, esos que aún siguen dando guerra -y mucha- en 1813…
Quizás encontremos algunas respuestas a todas esas preguntas en un documento conservado en el folio 604 del Libro de Actas del Ayuntamiento de Tolosa, custodiado hoy en su archivo municipal  bajo la signatura A 1, 65.
Se trata de una petición que el nuevo Ayuntamiento de Tolosa eleva el 14 de julio de 1813 al capitán general de los llamados Ejércitos Nacionales, que tiene en esos momentos su cuartel general en Tolosa precisamente.
La petición no puede ser más propia de los llamados “patriotas finos” con los que se han ido formando los nuevos Ayuntamientos, a medida que los ejércitos aliados avanzan desde el Sur y remueven a las autoridades impuestas “manu militari” por el ejército napoleónico durante cerca de cinco años, a contar desde 1808.
En esa carta a la más alta autoridad militar española en ese momento y lugar, los magistrados municipales de esa villa guipuzcoana recuerdan que les es imposible pagar más contribuciones extraordinarias para mantener a esos ejércitos que, por otra parte, consideran merecedores de todo el bien que se les pueda hacer.
La justificación de tal negativa no puede ser más gráfica. Dicen que Tolosa, sus vecinos más pudientes al menos, pagaron lo que pudieron para mantener a los batallones de voluntarios guipuzcoanos y en una ocasión, dieron la considerable cantidad de 50.000 reales de una sola vez. Todo ello hecho de contrabando, burlando la vigilancia impuesta por los franceses y el terror, tal y como dicen los redactores de este documento, que los jefes de ese ejército de invasión les infundían.
Algo bastante real, que se concretaba, por ejemplo, en las amenazas de muerte que esgrimió ante ellos el general-conde Dorsenne y luego conmutó por el pago del doble de la cantidad que habían dado a las tropas de Jauregui, integradas en lo que luego serán esos Ejércitos Nacionales, que ya han expulsado ese 14 de julio de 1813 a prácticamente todos los restos del ejército imperial francés de territorio guipuzcoano. Salvo por la plaza fuerte de San Sebastián, donde el general Rey se encastilla a la espera de que su emperador le pueda enviar un ejército que libere el cerco sobre él y, al tiempo, desbarate la, de momento, triunfante ofensiva iniciada el 26 de mayo por las tropas aliadas en Salamanca.
Una cuestión crítica, de verdadera emergencia militar, que podría explicar una respuesta cuando menos áspera por parte de ese capitán general de esos Ejércitos Nacionales, que bien podría haber respondido que no era momento para esos escrúpulos y esas quejas, siendo imprescindible sacar recursos de donde fuera posible para mantener sobre el terreno a esas tropas que están a punto, tras cinco años de sangrientas luchas, de invadir el mismo corazón del imperio napoleónico, cruzando el Bidasoa.
La respuesta de ese alto oficial, sin embargo, no podrá ser más suave ni más favorable a los razonamientos del Ayuntamiento patriota de Tolosa. Son las mismas que pueden leer, si quieren, en una de las imágenes que ilustra este artículo y que les transcribo aquí: considero muy justa esta solicitud, y los comisionados para la recolección de los repartos no molestaran á esta villa (es decir, Tolosa) por pedidos procedentes de repartos hechos anteriormente extendiéndose sus facultades á los impuestos al presente por la Diputación”.
Una respuesta verdaderamente llamativa. En primer lugar porque el que la firma es, en efecto, el capitán general de los Ejércitos Nacionales destinados a esta penúltima ofensiva contra Napoleón en territorio vasco. Es decir, Francisco Xavier de Castaños y Aragorri. O, más simplemente, el hoy controvertido general Castaños.
Si nos atenemos a ella, vemos que en Tolosa, en 1813, nadie recuerda, ni para bien ni para mal, aquel 14 de julio como la fecha especial en la que la revolución francesa pasa de su punto de no retorno y engendra a Napoleón y a todo lo que ha ocurrido entre 1789 y 1813.
Algo especialmente notable en el caso de Castaños, al que inopinada e indocumentadamente -como vemos por el caso que hoy cito- se le ha querido atribuir una misión vengadora durante ese año 1813 contra pueblos “vascos” afectos a los principios revolucionarios de 1794. Esos que casi llevan a la separación de territorio guipuzcoano de la corona española. Misión vengadora y destructora que, supuestamente, alcanzaría su clímax en San Sebastián el 31 de agosto de 1813.
Es evidente por este documento que acabo de citar, que el general nada recuerda, o quiere recordar, en ese 14 de julio de 1813, de lo que pasó en Tolosa entre 1794 y 1795, cuando es ocupada -o liberada, en opinión de muchos de sus vecinos- por las tropas de la Convención francesa. Y eso que se trata de hechos públicos y muy graves. Como los descritos en el libro que en 1989 se publicará bajo la dirección del profesor Jean-René Aymes para describir el impacto de la revolución francesa en España.
Son fragmentos de Historia en los que se describe una Tolosa llena de muchos entusiastas de la revolución, adornados hasta con escarapelas tricolor. Detalles que sólo vienen a corroborar otros que podemos encontrar en los archivos militares franceses de Vincennes, donde se habla de la plantación de un Árbol de la Libertad -supremo símbolo revolucionario junto con el otro “árbol” de la Libertad, la guillotina- en la actual plaza del Ayuntamiento de esa villa guipuzcoana.
Nada de eso parece tener ya importancia para el general Castaños, que, es evidente por el documento citado, nada tiene que reprochar a los tolosarras, aprovechando su negativa a pagar más dinero para mantener a su ejército. Ni siquiera a gente con la que no debía simpatizar mucho. Caso de Pablo Carrese, de una de las principales familias de Tolosa -por tanto una de las elegidas para financiar al ejército aliado-, y que, como se deduce, de las investigaciones realizadas por el profesor Álvaro Aragón -ya conocido de los lectores de esta página- en otra documentación -ésta del Archivo Nacional español- fue una de las que había recibido con vítores desde su casa principal en las afueras de Tolosa a las tropas convencionales en 1794, agitando hombres y mujeres de esa familia banderas tricolor…
Algo perfectamente lógico, ese olvido del general Castaños de todos esos hechos, tan relacionados con el 14 de julio de 1789, y tan visceralmente opuestos a sus ideas políticas.
Por una parte, el general Castaños es un militar que se pliega, como todos los de esa época que hacen armas en aquellos “Ejércitos Nacionales” bajo su mando, a la autoridad civil representada por la Regencia y las Cortes de Cádiz, como consta en diversa documentación. Desde la de Ayuntamientos y Diputación guipuzcoana hasta la del Archivo General Militar de Segovia.
Por otra parte, los Carrese, y muchos otros como ellos, estaban perdonados desde 1800 -cuando la corona española se alía ella misma con la República francesa- y se habían convertido desde 1808 en “patriotas finos”, que ven en Napoleón tan sólo a un opresor militar y un traidor a los principios revolucionarios que ellos han vitoreado, tricolor en mano, en 1794, y contra el que hay que combatir desde el mimo año 1808.
Poco podía hacer contra ellos, por tanto, el general Castaños. Ni siquiera aunque hubiera sido el monstruo incendiario y genocida que algunos quieren imaginarse ahora, juntando algunas líneas sacadas de contexto de un único documento, y que, sin duda, habría tenido una excelente ocasión de manifestarse aquel 14 de julio de 1813, en el que antiguos revolucionarios del 94 venían -a quién y a él- con excusas para no pagar la manutención de los Ejércitos Nacionales y sus tropas aliadas.
Un resultado tan esclarecedor sobre el verdadero comportamiento del general Castaños, uno de los protagonistas de esa penúltima campaña de las guerras napoleónicas, debería hacernos reflexionar a todos sobre las dificultades profesionales de escribir Historia. Un ejercicio que requiere rigor, método científico y otras cosas que, desgraciadamente, están brillando por su ausencia en este bicentenario de aquellos hechos.
Una lacra especialmente visible en el falseamiento de la verdadera conducta de  protagonistas de aquellos hechos, como Francisco Xavier de Castaños y Aragorri, deformado y caricaturizado desde una honda ignorancia de la Historia -de nuestra Historia- que nada sabe de documentos como el que acabamos de recuperar hoy. Uno que, desde luego, no va a ser el último a exponer en esta y en otras tribunas.
 
No al menos hasta que los hechos y los protagonistas de esa penúltima campaña de la guerra contra Napoleón hayan sido contados y descritos con el mismo rigor que el que se ha empleado en otros países civilizados para reconstruir la Historia de, por ejemplo, la batalla de Waterloo. Por sólo citar un caso que nos sitúe a todos en un plano más realista sobre qué es un artículo o un libro “de Historia” sobre las guerras napoleónicas y su bicentenario y qué no lo es.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanas “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)

jueves, 11 de julio de 2013

Campañas napoleónicas IV



La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (IV). Del 4 de julio al 7 de julio. Navarros, yankees y guerras de independencia
8 de Julio de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
Tal día como hoy hace doscientos años, los ejércitos aliados hispano-anglo-portugueses habían conseguido, desde el 29 de junio de 1813, acorralar a la guarnición napoleónica en San Sebastián. Esa plaza fuerte que es esencial en esa penúltima campaña de las guerras napoleónicas iniciada el 26 de mayo en Salamanca.


Según la documentada “Historia” del general Gómez de Arteche, el 29 de junio el general Mendizabal y las tropas del denominado Séptimo Ejército Nacional han logrado cortar el acueducto que suministra agua a la ciudad y han rechazado una salida de la guarnición francesa, obligándola a encerrarse tras los formidables baluartes que defienden esa gran piedra en el camino que lleva a la victoria final, a las puertas de París o de la ciudad francesa más próxima en la que se proclame la muerte o abdicación de Napoleón.
El día 10 de julio el general Mendizabal dejará el campo libre a las tropas angloportuguesas del general escocés Graham, que se encargarán de poner sitio a San Sebastián mediante el tren de Artillería que les sigue desde Vitoria por ese Camino Real, sembrado de cadáveres, combates y batallas que hoy llamamos “N-1”.
Esa es la situación que se vive en ese pedazo del mapa de la Europa de las guerras napoleónicas hace ahora exactamente 200 años, el 8 de julio de 1813.
¿Les parecería muy extraño si les dijera que los acontecimientos de ese día guardan alguna relación, histórica, con otras dos efemérides que han resonado mucho a lo largo de esta última semana?. Me refiero, concretamente, al 7 de julio con el que la capital del “viejo reyno” de Navarra inaugura -una vez más- sus fiestas mayores, y más internacionales, y al 4 de julio estadounidense.
Esa fecha, celebrada también una vez más por todo lo alto en los Estados Unidos -como seguramente no se les habrá pasado desapercibido-, como tantas otras “Fiestas Nacionales” estará un tanto desdibujada, para muchos, en sus términos históricos. Habrá que recordar entonces que se eligió porque fue un 4 de julio, de 1776, cuando los rebeldes a la autoridad del rey Jorge III de Gran Bretaña e Irlanda decidieron sublevarse abiertamente contra él y formar una nueva nación a causa de no soportar ya una serie de injustos abusos. Tal y como se recoge en el documento de Declaración de Independencia firmado por un ilustre elenco -el editor e inventor Benjamin Franklin, por ejemplo- perpetuado, en algunos casos, en los actuales billetes de curso legal en Estados Unidos.
Gracias a Hollywood y también a los novelistas que lo nutren, ha quedado fijado en nuestro imaginario colectivo que la guerra revolucionaria que sigue a ese acto de rebelión fue ganada con ayuda exterior… pero francesa, que, por lo que se ve, da mejor en cámara. Como lo demostraba, por ejemplo, Tchéky Karyo en “El Patriota” de Roland Emmerich que, seguramente, será la imagen que ahora mismo les pase por la cabeza.
Como no podía ser menos en producciones “para toda la familia” como esa, la ayuda española, si era mencionada, quedaba reducida al folklórico argumento de facilitar a los guerrilleros protagonistas de esa cinta  una antigua misión en ruinas donde se escondían de la incansable persecución de los casacas rojas británicos.
Justo la clase de idea grabada a fuego en el público americano medio, que asocia inmediatamente a España con -además de toros y sol- procesiones y cosas así con muchas velas y religiosidad barroca.
Sin embargo, la realidad histórica, una vez más, no puede distar más de tan burdos tópicos y es en ella donde vamos a ver los vínculos históricos que pueden existir entre fechas como el 4 de julio y el 7 de julio, o guerras de independencia  separadas en el tiempo y el espacio, como la estadounidense y la española.
En efecto, lo primero que buscaron los rebeldes yankees de 1776 fue la ayuda del más poderoso enemigo de Gran Bretaña que les quedaba a mano. Esto es, no precisamente Francia, sino las guarniciones españolas estacionadas a lo largo del bajo curso del río Mississippi, presentes allí para defender los intereses imperiales españoles en los actuales estados de Luisiana, Nuevo México, Arizona, Téjas, California, Oregón, etc…
A los reyes absolutistas, por más que fueran ya tan sólo déspotas ilustrados, la actitud del señor Franklin y sus amigos y seguidores, no les resultaba particularmente agradable. Era difícil ignorar que lo que le estaba pasando al rey Jorge podía pasarles igualmente a ellos. En especial a Carlos III, rey de España y de unas vastas “Indias” que podían tomar nota de la actitud de aquellos colonos rebeldes y sus contagiosas ideas de Libertad o Muerte.
Sin embargo la posibilidad de debilitar a su gran rival, Gran Bretaña, pesó más entre los ministros de Francia y España que toda otra consideración.
Así fue como se decidió ayudar, primero bajo cuerda y después descarada y abiertamente, con declaración de guerra formal por medio desde 1779, a los rebeldes yankees.
 

Eso se concretó en considerables operaciones de suministro financiero y de armamento como la descrita por María Jesús y Begoña Cava Mesa, protagonizada por la casa de comercio bilbaína Gardoqui, encargada de nutrir al Ejército continental de línea yankee de mosquetes, tiendas de campaña, medicinas, balas, pólvora y más de doscientas piezas de Artillería. Unos suministros que permiten al general Washington obtener la victoria de Saratoga, la misma que decide a Francia a entrar en liza a su lado y cambiar así el signo de esa guerra. Sin embargo, como vamos a ver, en esa labor colaboraron activamente muchos otros leales súbditos, de toda latitud y color de piel, de su católica majestad. Entre ellos varios cientos de navarros.
Su contribución fue de un porte mucho más épico que otras más fundamentales, como la prestada a través de Gardoqui e hijos. De hecho, sus hazañas en favor de la causa yankee fueron aptas incluso para que Antonio Banderas y el “lobby” hispano de Hollywood se planteasen dar una réplica adecuada -y seguramente, por aquello de la novedad, de éxito comercial- a producciones como la de Roland Emmerich y su mezquino recuerdo de lo que, en realidad, pasó en aquella Guerra de Independencia de Estados Unidos.
En efecto, la parte que juegan los navarros en aquella guerra fue una apabullante realidad que quedó plasmada en un libro, no menos apabullante, de la historiadora Carmen de Reparaz: “Yo solo: Bernardo de Galvez y la toma de Panzacola en 1781”.
En ese magnífico libro de Historia, verdaderamente ejemplar, la profesora De Reparaz nos explica, con todos los detalles posibles, las sucesivas expediciones del gobernador de Luisiana, Bernardo de Gálvez, contra Florida y el actual Sur de Estados Unidos, para acorralar entre dos fuegos -el combinado francoestadounidense desde el Norte y el español desde el Sur- a los cada vez más aislados casacas rojas británicos.
La fuerza que se pone en pie por tierra y mar es verdaderamente formidable y en ella jugaron, en efecto, un papel notable muchos navarros implicados en batallas de esas que se suelen describir como “de película”.
Así es, soldados de línea o granaderos -la sección de élite- del regimiento Navarra tomarán parte en las expediciones de Gálvez contra Pensacola y otros puntos de los actuales Estados Unidos y se batirán frente a frente con los casacas rojas del flamante general Cornwallis. El mismo que se pasa toda la película de Roland Emmerich quejándose de tener que combatir contra campesinos armados con bieldos y fantasmas de los pantanos.
Cosas ambas que, como podrán apreciar por alguna de las ilustraciones de este artículo, distaban mucho de ser aquellos soldados navarros, que se distinguen apenas en el color de sus uniformes de las tropas que manda el propio Cornwallis con los malos resultados ya conocidos. Unas tropas, por otra parte, a las que sería muy justo reconocer, hoy, segundo día de las fiestas de San Fermín, aquel curioso, y notable, papel en esa Guerra de Independencia de los Estados Unidos que siempre parecemos considerar como una epopeya ajena a nosotros..
Algo bastante difícil de creer si seguimos pasando las páginas de “Yo solo” y leemos allí sobre, por ejemplo, los marinos de guerra de origen vasco que también toman parte en esas expediciones. Caso del capitán de navío José Calvo de Irazabal, al mando del San Ramón, navío de guerra de 64 cañones, Gabriel de Aristizabal, al mando de la fragata Nuestra Señora de la O, que porta 42 cañones, Manuel Bilbao, al mando del bergantín Santa Teresa, que sólo porta 14 cañones, o Miguel Goicoechea, que manda la fragata El cayman.
Una lista junto a la que, de manera bastante lógica, aparece otra nutrida por muchos catalanes puestos al mando de las llamadas “fuerzas sutiles”. Es decir, embarcaciones de poco calado y muy rápidas usadas como transportes y correos en grandes flotas como la que sitia Pensacola. En ella se incluyen los capitanes de saetias Jaime Fornell, Cristobal Rosell, Jaime Tremoll, Rafael Ferret, Josef Antonio Gatell, Félix Grau, José Soler, José Blanch o los de bergantines como Mariano Fontrodona o Juan Vilaró, al mando, respectivamente, del Santa Eulalia y el San Juan Bauptista.
Todos ellos, y muchos otros más, como los soldados del regimiento Navarra, contribuyeron a dar pábulo a aquella guerra que no era más que el consabido reguero de pólvora que estallaría después en Francia y de ahí se transmitiría al resto de Europa y del Mundo para horror, incluso, de los antiguos revolucionarios yankees. Los mismos que ven ir las cosas demasiado lejos en 1789 y acaban, de rechazo, involucrados en esas guerras napoleónicas con una Gran Bretaña que, en 1812, aprovecha para invadir sus antiguas colonias desde la única leal -Canadá- en respuesta a la expedición de los yankees sobre Montreal. Esa con la que habían tratado, por enésima vez, de atraer a su redil revolucionario a los recalcitrantes canadienses, aprovechando -según creían- que Londres está demasiado ocupado con “Bonney” en Europa. Especialmente librando la que luego se conocerá cm Guerra de Independencia de España…
La invasión y la guerra contra los canadienses entre 1812 y 1815 provocará -además de la lógica petición de asilo de un avisado José Bonaparte- el épico incendio del capitolio estadounidense en 1814 mientras se libra la batalla de Baltimore, que inspirará ese himno -tan oído este jueves pasado- sobre la bandera de barras y estrellas que ondea en medio del fuego enemigo apocalípticamente iluminado por cohetes trazadores de color rojo.
Una última consecuencia de lo que habían conseguido apenas treinta años atrás muchos navarros batiéndose en una guerra digna de la gran pantalla.
Los cientos de yankees que hoy mismo rebosan en las atestadas calles de Pamplona para celebrar el 7 de julio, deberían traer con ellos el recuerdo de los cientos de navarros que arriesgaron sus vidas en el Sur de los actuales Estados Unidos en 1779, 1780, 1781…
Los navarros harían bien, por su parte, en recordar en estas mismas fechas que Mina el mozo y sus ideas de guerra y revolución contra el tirano Napoleón en 1808 bien pudieron ser importadas por veteranos del regimiento Navarra participantes en las campañas de 1779, 1780, 1781… llevadas a cabo para defender a aquellos colonos que se lanzaban a la batalla contra los casacas rojas británicos al grito de “Libertad o Muerte”.

Sobre todo porque esos veteranos bien pudieron hacer la misma labor que hizo en Francia ese marqués de Lafayette recordado hoy por una placa apenas visible en un muelle de lo que en 1779 se llamaba “puerto de los Pasajes” y hoy se conoce como Pasai Donibane. La misma donde se conmemora su viaje a América para hacer lo mismo que hicieron esos soldados del regimiento Navarra. Algo que merecería la pena investigar, recordar…Y más en este año de bicentenario de unas guerras, las napoleónicas, estrechamente ligadas a lo que empezó, y aún no ha terminado, en un lejano 4 de julio de 1776. 
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanas “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)

jueves, 4 de julio de 2013

Contrabando de esclavos y opio

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (III). “Opio ta esklabuak”. Dos reflexiones sobre los sucesos de 1813, los vascos y la trata de opio y esclavos
1 de Julio de 2013

por Carlos Rilova Jericó
Primera reflexión.  “Donostia 1813, ¿Víctimas o beneficiarios de tres o de cuatro imperios?”
Por Carlos Rilova Jericó 
Esta semana pasada, el miércoles 26 de junio concretamente, fue, otra vez, el Día contra el uso indebido de drogas y su tráfico ilícito. Una ocasión verdaderamente oportuna para recordar en este correo de la Historia la relación entre los vascos de 1813, y fechas posteriores, con  ese turbio negocio.
Lo es -una ocasión verdaderamente oportuna- porque en estos momentos en los que la conmemoración de la destrucción y reconstrucción de Donostia-San Sebastián está en su punto álgido, no debería pasarse por alto el hecho fundamental que nos recuerda el profesor Álvaro Aragón Ruano -presidente de la Asociación de historiadores guipuzcoanos “Miguel de Aranburu”- en el texto que sigue a éste. 
Se trata de una cuestión verdaderamente repelente desde nuestro punto de vista de europeos civilizados de comienzos del siglo XXI. Dicho de manera abrupta, se trata de recordar que nuestro, en muchos sentidos, envidiable nivel de vida, o la misma reconstrucción de San Sebastián a partir del 31 de agosto de 1813, tras la destrucción provocada por la batalla en torno a sus murallas de los ejércitos aliados y napoleónicos, fue debida, en buena medida, a dinero obtenido de negocios tan turbios como el tráfico -lícito en esos momentos (a comienzos del siglo XIX)- de seres humanos y droga en forma, sobre todo, de panes de opio.
Un tráfico, en especial el de opio, además, fruto de la cordial relación de muchos vascos -como verdugos, no como víctimas- con los imperios español, británico y portugués. 
Una circunstancia ésta -la de las excelentes relaciones de muchos comerciantes vascos con los imperios español, portugués y británico- que hace, quizás, aún más oportunas estas dos reflexiones que hoy publicamos, puesto que recientemente se produjo y presentó en el marco de las conmemoraciones de la destrucción y reconstrucción de San Sebastián en el año 1813, un video en el que se aseguraba que tal destrucción -como lo proclamaba su propio título, “Donostia 1813: víctima de tres imperios”- era fruto de las guerras entre, precisamente, tres imperios que, desafortunadamente, habían utilizado como reñidero a Donostia, dejándola, a ella y a muchos de sus habitantes, en un estado -eso no hay quien lo pueda negar y seguir llamándose historiador- lamentable.
Esa afirmación era corroborada en dicho video incluso por historiadores como el profesor Xosé Estévez, miembro, además, de esta asociación de historiadores “Miguel de  Aranburu” que yo dignamente intento representar en estas páginas cada lunes.
Sin embargo asertos como ese, sacados de su contexto por un opinable montaje final de dicho video, y por mucho que procedan de historiadores, sólo ofrecen una versión un tanto sesgada y parcial, muy parcial, de la realidad de aquellos trágicos sucesos perpetrados por tropas angloportuguesas durante la batalla de San Sebastián el 31 de agosto de 1813.
Vayamos, pues, a los detalles que faltan en productos que, como dicho video, se han presentado con aspiraciones histórico-conmemorativas  de aquellos hechos.
En primer lugar hay que señalar que, en realidad, si la ciudad de San Sebastián es  víctima de alguien en aquellas horas de horror que van desde la tarde del 31 de agosto a, aproximadamente, el 3 de septiembre de 1813, es de soldados, en efecto, de dos imperios: el británico y el portugués. Este último por otra parte, curiosamente y muy de acuerdo con una costumbre muy española -mirar por encima del hombro a los portugueses-, no era considerado en dicho video, “Donostia 1813: víctima de tres imperios”, como un imperio más -el cuarto, junto con el británico, el español y el napoleónico- de los que, según la argumentación de dicho video, convierten en víctima inocente de aquella batalla a la ciudad de Donostia el 31 de agosto de 1813 y días posteriores. 
Un detalle capital ese despectivo olvido que hace muy poco por recuperar la esencia de dichos acontecimientos tan lamentables como condenables -incluso en la época, como se puede leer en la “Historia” de sir William Napier, una fuente documental básica sobre esos hechos-, ya que, de los cuatro imperios enfangados en aquella larga guerra que sacude al Mundo desde 1805 hasta 1815, el portugués es uno de los más longevos. No dándose por desaparecido hasta, nada menos, que el año 1974. Cuando unos cuantos militares portugueses con una gran fe en la democracia, se rebelan contra la dictadura de profesores universitarios -que también las hay- puesta en marcha en Portugal por Oliveira Salazar en la era del ascenso de los Fascismos, en la ominosa Europa de los años treinta del siglo XX.
Resulta, sí, verdaderamente asombroso el olvido de detalles así en “Donostia 1813: víctima de tres imperios”, cuando tenemos a mano películas como “Capitanes de abril” de María de Medeiros -cineasta invitada en su día al Festival de Cine de San Sebastián-, o, por sólo citar otro ejemplo, los relatos de uno de los principales literatos portugueses de la actualidad, António Lobo Antunes. 
Unos en los que se recuerda, a menudo, su etapa en el ejército de aquel Tardosalazarismo, como uno más de los jóvenes oficiales que no están dispuestos ni a morir en Angola, ni a soportar un día más una dictadura en la metrópoli. Los mismos que en aquel abril de 1974 aguardan pegados a sus radios y transistores la emisión -emocionante emisión- de la canción “Grândola,  Vila Morena” de José Afonso. La consigna convenida para echarse a las calles y aplastar los restos de aquella dictadura -evidentemente de corte imperialista- que se resiste desde Lisboa a renunciar -costase lo que costase- al gigantesco imperio portugués erigido desde comienzos del siglo XV en África central.
Al margen de ese despectivo -y garrafal desde el punto de vista histórico- olvido del cuarto imperio en liza en torno a San Sebastián en 1813, el descuido más grave, sin embargo, en esa argumentación sacada de contexto en el montaje final de dicho video “Donostia 1813: víctima de tres imperios”, es olvidar que, independientemente de los donostiarras -y sobre todo las donostiarras- convertidas en víctimas circunstanciales el 31 de agosto y los primeros días de septiembre de 1813, los vascos -y entre ellos muchos donostiarras- han jugado, antes y después de esos días de oprobio, de verdadera revulsión para cualquier donostiarra que los recuerde o los conmemore con un lógico -y justificable- resentimiento, el papel de verdugos de muchos otros seres humanos. Encuadrados para tan desagradable papel -el de verdugos- entre las filas dirigentes tanto del imperio español como del británico y su fiel aliado, el portugués. 
En diversas ocasiones les he hablado de un navegante getariarra, Manuel de Agote y Bonechea, de quien he publicado varias cosas y entre otras una pequeña biografía en la Enciclopedia Auñamendi que pueden recuperar online con sólo consultar los índices de esa obra de referencia.
Fue contemporáneo de cierto general “Buonaparte” cuyos  progresos seguía con tanta admiración como inquietud en 1797, cuando a él, a Manuel de Agote y Bonechea, se le ordena volver desde China a Europa, porque la Real Compañía de Filipinas española -constituida en buena parte por capitales vascos- consideraba que tanto su estado de salud, como otras circunstancias hacían necesario su pase a un segundo plano y a un merecido y opulento descanso en su villa natal de Guetaria -hoy Getaria- al que él, sin embargo, no quiso resignarse. 
Los irremplazables “diarios” de Manuel de Agote y Bonechea -en posesión de la Diputación guipuzcoana a fecha de hoy-, en parte fruto de su frenética actividad hasta el día de su muerte prematura, nos hablan de muchas cosas sobre la región de Asia-Pacífico a finales del siglo XVIII. Por ejemplo, la cada vez más enconada rivalidad con la Compañía de las Indias Orientales británica que en esos momentos -en los días del “taipan” Manuel de Agote-, se encuentra en una situación desesperada al ser incapaz de equilibrar su balanza comercial con China, al carecer de plata de alta calidad -justo la que se produce en la América española- para poder comerciar con otro imperio: el del Centro, más vulgarmente conocido como “China”.
Algo que provoca en tiempos de Manuel de Agote gestos desesperados -casi abyectos- por parte de los “taipanes” británicos para poder atraerse la amistad y benevolencia del getariarra, que es el hombre que controla en ese momento y lugar el flujo de la  plata imperial española, y asimismo tratar de involucrarlo en el tráfico de opio que en esos momentos ya están estudiando desde Londres como medio para hundir definitivamente  a la orgullosa estirpe de los Hijos del Cielo. 
Algo en lo que Manuel de Agote no querrá entrar, zafándose cortésmente de las propuestas de los “taipanes” británicos…
 Pero la Historia no acaba con ese gesto decente de Manuel de Agote y Bonechea  rechazando un tráfico de opio peligroso y en el que, por otra parte, con su control del flujo de plata americana, no tenía ningún motivo para entrar. 
Continúa en detalles, por ejemplo, como la astronómica confiscación de bienes de la Real Compañía de Filipinas durante la invasión de las tropas convencionales de territorio vasco en 1794, como recogí en detalle en un artículo publicado en el Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián no hace muchos años.
O, si se quiere, en desencuentros entre británicos y españoles sobre la explotación de Asia, manifestados incluso durante la Guerra de Independencia. De los que la destrucción de Donostia podría haber sido -según indicios bastante razonables- el más lamentable de todos ellos. 
Unos desencuentros que, sin embargo, no durarán demasiado, teniendo en cuenta las cordiales relaciones que se restablecen entre españoles y británicos en las primeras décadas del siglo XIX para, por ejemplo, despedazar China por medio del tráfico de opio y plata. Uno en el que muchos comerciantes vascos afincados en Asia-Pacífico serán una pieza clave, como a partir de aquí nos lo cuenta con más detalle el profesor Álvaro Aragón.
Se trata de un hecho fundamental cuyo recuerdo debemos en estas fechas, en cualquier video, en cualquier libro que se precie del adjetivo “de Historia”, a los muchos miles de víctimas asiáticas o africanas causadas por comerciantes vascos -en connivencia con británicos y portugueses- durante muchos años después de que San Sebastián fuera arrasada el 31 de agosto de 1813, y días subsiguientes, en un episodio que muy bien pudo tener su origen en una nueva escenificación de las enconadas rivalidades entre imperios coloniales como el español, el británico, o, no lo olvidemos, el portugués.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanas “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)

lunes, 1 de julio de 2013

Bicentenario de la batalla de Vitoria

La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (II). La batalla de Vitoria. ¿Una victoria decisiva? (21-06-1813)
24 de Junio de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
Esta pasada semana, y sobre todo este pasado fin de semana, se han celebrado los dos siglos de uno de los grandes hitos de este  bicentenario de la llamada “Guerra de Independencia”. Es decir, el de la batalla de Vitoria que tuvo lugar en 21 de junio de 1813.
Aquel asunto fue algo verdaderamente complejo desde el punto de vista militar. Se pusieron sobre un terreno muy extenso, de 17 kilómetros de largo -la distancia que hay, aproximadamente, entre La Puebla de Arganzón- y las puertas de Vitoria, unos 70.000 hombres por parte del ejército aliado hispano-anglo-portugués y algo más por parte del ejército imperial francés. Así, el despliegue de esas tropas tuvo que cubrir un vasto terreno caracterizado, especialmente, por la presencia de numerosos puntos cortados por cursos de agua, con el río Zadorra como fuente principal.
En otras palabras mylord Wellington y su Estado Mayor debían resolver como principal problema táctico, aparte del control de las eminencias del terreno, caminos, sendas, formaciones boscosas, etc…, el de los puentes que les permitirían llegar hasta el grueso de las tropas imperiales que se interponían entre ellos y la victoria total.
Bien, no voy a meterme en más detalles sobre esa compleja operación táctica. Se lo pueden explicar mucho mejor historiadores militares como el general Gómez de Arteche, todo un clásico que data del primer bicentenario de esta guerra, o más reciente, y divulgativamente, Emilio Larreina.
Lo que más me importa es que valoremos adecuadamente el hecho histórico que tuvo lugar en Vitoria -hoy Vitoria-Gasteiz- hace ahora doscientos años.
Me consta que entre las actividades programadas para este bicentenario hay algunas en las que se ha dejado caer el adjetivo “decisiva” junto a las palabras “batalla de Vitoria”.
Desde el punto de vista del historiador -desde el que siempre se escribe esta página-, eso, quizás, es una exageración de lo más extemporánea, que nos habla de los errores que se suelen cometer habitualmente en este tipo de conmemoraciones históricas.
No cabe duda -me remito otra vez a los autores ya citados para la cuestión de los detalles- que hace ahora doscientos años, en Vitoria, hubo una batalla formidable. Tan formidable como lo pudo ser la de Bailén o Waterloo, por sólo poner dos ejemplos.
Una que incluso, cuando se supo de ella, atrajo la atención de nada más y nada menos que Ludwig Van Beethoven, que le dedicó una composición musical, pero, sin embargo de todo esto, como ya les adelanté la semana pasada, en el primer artículo de esta serie sobre el Bicentenario de la Guerra de Independencia, que debe acabar el 9 de septiembre, Vitoria fue sólo uno de los acontecimientos que tienen lugar durante una larga y durísima campaña -la penúltima de las guerras napoleónicas-, que empieza un 26 de mayo de 1813 en Salamanca y acaba sólo en la ciudad francesa de Tolouse en abril de 1814.
Desde el punto de vista estrictamente histórico, es decir, el de personajes como el general Álava, Longa, el general Foy, el general Clauzel, lord Wellington o, sin ánimo de agotar la lista, el general Mendizabal, lo ocurrido en Vitoria el 21 de junio de 1813 es una gran victoria que desbarata a un ejército imperial en franca retirada, que retrocede a marchas forzadas, y que demuestra en esa vasta operación, resuelta en apenas un día -el 21 de junio- su estado de declive -subrayado por Gómez de Arteche en su vasta obra-, incapaz de plantear una batalla con posibilidades de éxito que permita a Napoleón ganar más tiempo para rehacerse y retrasar lo que ya entonces parece inevitable. Es decir, la quiebra definitiva del Primer Imperio francés.
Sin embargo, esos mismos personajes históricos, y muchos otros implicados, a miles, en ese acontecimiento, saben perfectamente que esa batalla no ha sido decisiva. O no lo va a ser al menos hasta que se tome todo el territorio alavés, navarro y guipuzcoano que se extiende entre el perímetro de Vitoria, el Bidasoa y los Pirineos.
Los soldados que no estaban saqueando el llamado “equipaje” del rey José, pudieron pasar por unas horas de euforia al saber que habían sobrevivido a una gran batalla, otra más, pero como veteranos de esa que los británicos llaman “Guerra peninsular”, sabían que en cualquier momento las tornas se podían volver, de nuevo, en su contra. Los cuatro años anteriores se había repetido siempre, o casi siempre, el mismo esquema: una o varias grandes batallas ganadas, un avance hacia el Norte de la Península, un contraataque francés y una nueva retirada a las posiciones de origen del ejército hispano-anglo-portugués, quedando el territorio ocupado en manos de unas tropas napoleónicas hostilizadas de forma continúa -pero no decisiva- por tropas locales organizadas a partir de las guerrillas de primera hora de los años 1808, 1809, 1810… 
Caso, por ejemplo, de las unidades ligeras bajo mando de Gaspar de Jauregui, organizadas en los batallones guipuzcoanos 1, 2 y 3, que forman la sección guipuzcoana del Cuarto Ejército español, o los húsares de la División Yberia bajo mando del vizcaíno Francisco de Longa.
El 21 de junio de 1813 Wellington logra romper, por primera vez, esa especie de maldición que le impide avanzar sobre el Camino Real -la actual N-1- más allá de territorio castellano, apoderándose así de la arteria principal que mantiene comunicado el frente peninsular -en el que Gran Bretaña arriesga el todo por el todo, invirtiendo miles de libras y el grueso de sus ejércitos- con el corazón del Imperio napoleónico.
Vitoria es el lugar en el que ocurre ese hecho fundamental. Sin embargo, como decía, mylord Wellington tenía desde la noche del mismo 21 de junio de 1813 aún una ardua tarea por delante: llegar al mar y conquistar todo el territorio ante él -hablamos de muchos kilómetros como bien sabemos-, evitando que las tropas francesas se reorganizasen y se hicieran fuertes para poder esperar un nuevo contraataque. Uno que se daría en cuanto Napoleón se reorganizase, a su vez, diplomáticamente y, de rechazo, militarmente, explotando a fondo sus victorias de Lützen y Bautzen mientras, como nos recuerda Dominique de Villepin en su obra “La chute”, ocultaba a los austriacos lo ocurrido en Vitoria para evitar que se formase una nueva coalición en el Norte de Europa, que lo pondría en serio peligro. Justo lo que, en definitiva, ocurrirá, en otoño de ese año de 1813, cuando sea derrotado en la llamada batalla de las naciones, en Leizpig.
Un último golpe que venía a rematar todo lo que había ocurrido en la Península tras la batalla de Vitoria en 1813: A saber: la ofensiva  a marchas forzadas sobre territorio guipuzcoano dirigida por Francisco de Longa y sus Húsares de Yberia sobre la actual N-1 y por el segundo de Wellington, el general Thomas Graham, que caen como un verdadero rayo sobre la retaguardia del ejército imperial. Ese mismo que se retira casi presa del pánico desde las afueras de Vitoria. Una operación fundamental que desbarata la línea de resistencia que generales como Maximilien-Sébastien Foy tratan de organizar allí. Por ejemplo en puntos tan a propósito como los lugares que Napier -testigo e historiador de esos hechos a un mismo tiempo- llama “Veasaya” y “Villarreal”, respectivamente las actuales Beasain y Ordizia. Algo que, con muy buen criterio, recordó este mismo 21 de junio de 2013 la Sociedad de Ciencias Lemniskata con una doble conferencia.
De ahí, en apenas dos días esas tropas de vanguardia, unidas a las que avanzan desde Galicia, Santander… y han entrado ya en territorio guipuzcoano desde la derrota francesa del mismo día 21 de junio, deberán plantear una nueva y dura batalla en Tolosa, desalojando al general Foy de esa villa amurallada y reforzada con numerosos blocaos desde el principio de la ocupación.
Tras la retirada de Foy de ese punto entre el 25 y el 26 de junio, la matanza continuará en el camino a Hernani y San Sebastián, persiguiendo las tropas aliadas a un ejército que se bate en retirada. Es decir, disputando en pequeños combates cada palmo de terreno. No por obstinación, no por eso que algunos llaman “honor militar” (o no sólo por eso), sino por razones tácticas fundamentales.
Es decir, para retrasar en todo lo posible el avance aliado, para desvirtuar así la victoria de Vitoria, dando tiempo a que se reorganicen las tropas imperiales. Primero en San Sebastián y después al otro lado del Bidasoa para, naturalmente, lanzar un nuevo contraataque que arruine esta nueva ofensiva de Wellington de la primavera de 1813, que bien podría haber acabado como todas las anteriores.
La batalla de San Sebastián y la de San Marcial, que sólo se deciden más de dos meses después de la victoria de 21 de junio de 1813, el 31 de agosto de ese mismo año, deberían llevarnos a reflexionar sobre lo que realmente ocurrió en territorio guipuzcoano y alavés hace ahora doscientos años y sobre cómo debería ser conmemorado. Desde luego la actual descoordinación entre las principales poblaciones implicadas en esa penúltima campaña no parece el camino correcto.
Esa circunstancia tan poco afortunada, de momento, sólo nos muestra cómo la Historia, que es lo que se supone deben recuperar estos centenarios, puede acabar absolutamente desvirtuada, irreconocible para aquellos que fueron sus protagonistas.
Por ejemplo, para aquellos soldados vencedores de la batalla de Vitoria que, seguramente, debieron sentir un gélido espasmo en el fondo de sus ya muy castigados estómagos -por las marchas forzadas, por la mala comida, por el miedo…- cuando oyeron redoblar los  tambores de sus regimientos y oyeron decir, por enésima vez, a sus oficiales y suboficiales, “¡marchen!”. Marchen hacia una nueva escaramuza, un nuevo combate, una nueva batalla, en fin, hacia una nueva ocasión a la que tal vez no sobrevivieran para ver por el suelo las insignias imperiales de aquel Napoleón Bonaparte que le había amargado la vida, a un buen número de ellos, durante muchos años.
Son hechos fundamentales como esos los que deberíamos tener presentes cuando nos preguntemos qué es lo que vamos conmemorando en este año de 2013 y que es lo que, en definitiva, deberíamos recordar, convertir en Historia.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanas “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)