La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (IX). Sobre piratas, corsarios y homenajes a víctimas del emperador Bonaparte
12 de Agosto de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
Este sábado 10 de agosto empezaba la Semana Grande de San Sebastián. Un acontecimiento curioso por distintas razones. Entre otras por ser una de las pocas reminiscencias que quedan de la llamada “Belle Époque” en esta Europa del siglo XXI que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial. Esa que, en teoría, barre de la faz de la Tierra cosas así.
Ciertamente la actual Semana Grande tiene ya poco que ver con aquella que eclosionó entre el final de la Tercera Guerra Carlista (1876) y los años posteriores a la llamada “Gran Guerra” iniciada en 1914, a partir de la década de los años 20 del siglo pasado.
Quedan los fuegos artificiales, ese participar en la fiesta paseando más que desmandándose, como ocurre, por ejemplo, en Sanfermines, la mayor parte del “marco incomparable” de una arquitectura surgida en esas fechas y alguna otra cosa más.
No queda ya nada de señoras con etéreos sombreros de grandes alas y falda hasta los tobillos tomando la brisa marina y caballeros con “canotier” y traje -“de verano”, por supuesto- refrescándose sus bigotes encerados con las guías hacia arriba en los cafés del Boulevard.
Mucho menos de aquellos grandes coches -Hispano-Suizas, Stutz bearcats, Bentleys…- que aparcaban ante grandes hoteles como el María Cristina para admiración de una masa que aún se desplazaba -en Londres, en París o en San Sebastián- en carros o en tranvías tirados por caballos.
El resto se ha convertido en una fiesta más popular, más banal, menos refinada. Tanto que incluso provocaría indignación y desmayos entre los elegantes veraneantes de la “Belle Époque”.
Sin duda el llamado “abordaje pirata” que forma parte de la actual Semana Grande, y lleva teniendo lugar en La Concha desde hace cerca de una década, sería uno de esos eventos que sublevaría a los protagonistas de aquella otra Semana Grande.
La actividad, organizada por el colectivo “Izan pirata” -se traduce del euskera como “Sé pirata”-, implica, más o menos, hacerse un barco “pirata” y participar en una especie de abordaje multitudinario entre esos “barcos pirata” improvisados. Algo que termina con la mayoría de los participantes en el agua, cosa muy de agradecer en pleno agosto. O al menos cuando, como ocurrió este sábado, hace sol.
El programa declarado de “Izan pirata”, según consta en su página de la plataforma Verkami, donde busca micromecenas que financien sus actividades, es conseguir una Semana Grande euskaldun -esto es, vascoparlante-, participativa, igualitaria…
En principio, como ven, sólo se trata de una apropiación intranscendente y con fines lúdicos de una actividad histórica que no tenía nada de lúdica como la Piratería, los abordajes, etc… Todo correcto. Salvo para puristas -como, por ejemplo, los almidonados veraneantes de la “Belle Époque”- o los que no se conforman con un remedo de las películas “de piratas” del Hollywood de los cincuenta cuando oyen la palabra “abordaje”.
Sin embargo, este sábado 10 de agosto de 2013 las cosas fueron más lejos. “Izan pirata”, en colaboración con otros colectivos, quiso hacer un homenaje a las víctimas civiles del momento culminante de la batalla por San Sebastián de 31 de agosto de 1813.
El homenaje a las víctimas de cualquier guerra -más si como ocurre en este caso, eran civiles desarmados y aliados de quienes los agredieron-, siempre resulta pertinente. Sin embargo, había un par de cosas que chirriaban en ese homenaje que los “piratas” donostiarras organizaron este sábado en la 31 de agosto, la calle que sobrevivió entera al incendio y el huracán de destrucción provocados por las tropas angloportuguesas a partir de la una de la tarde de ese 31 de agosto de 1813 que hoy da nombre a esa calle.
Quizás el lugar más oportuno, más digno incluso, para esa nueva incursión de los “piratas” donostiarras en el terreno de la Historia, hubiera sido el monolito a las víctimas del Terrorismo erigido en los jardines de Alderdi-Eder. Allí, al fin y al cabo, aparte de ese recuerdo a otras víctimas más recientes -muchas de ellas también donostiarras- estaba el monumento elevado en 1913 a esa catástrofe bélica que arrasó la ciudad y que ahora algunos energúmenos se dedican, día sí y día también, a ensuciar con pintura una vez mutilado todo lo mutilable en esas esculturas hoy trasladadas al monte Urgull. Por otra parte ese monolito a las víctimas del Terrorismo está ante La Concha, escenario de los abordajes de “Izan pirata” y, finalmente, es uno de los puntos en los que convergieron las tropas angloportuguesas masacradas por la guarnición francesa que contenía el asalto final de 31 de agosto de 1813.
La calle Esterlines hubiera sido quizás mejor lugar todavía para ese homenaje a las víctimas civiles del 31 de agosto de hace dos siglos. Allí, según los 79 testimonios de los supervivientes a la masacre e incendio de 1813 -tan mencionados últimamente y tan poco, o mal, leídos- se violó y asesinó a una guapa joven donostiarra de clase baja a manos de lo más inmundo de la soldadesca angloportuguesa que se entregó a saquear y destruir la ciudad que, supuestamente, habían venido a liberar de la dictadura napoleónica. Una víctima que, por sí sola, ya hubiera bastado para cubrir de horror aquel hecho de armas, sin necesidad de entrar en el obsceno juego que se ha planteado -y dejado plantear- en torno a este bicentenario acerca de los cientos o miles de muertos causados por la batalla de San Sebastián de 31 de agosto de 1813.
Sin embargo, desde el punto de vista del historiador, hubiera sido aún más apropiado, y sobre todo coherente, que los “piratas” donostiarras hubieran llevado su homenaje al canal del puerto de Pasajes.
La pequeña parte de la Historia de las guerras napoleónicas que tuvo lugar allí en el mes de diciembre de 1813, está recogida minuciosamente en un legajo del Archivo general guipuzcoano bajo la cifra JD IM 1/19/65. Son documentos de la Junta de Sanidad de esa villa guipuzcoana, la del puerto de Pasajes, hoy conocida como “Pasai”. En ellos su presidente, Martín de Zatarain, nos cuenta las aventuras que había sufrido la fragata de transporte inglesa Mary, bajo mando del capitán Jorge Bron (muy probablemente una castellanización de George Brown).
La fragata en cuestión había tenido un viaje verdaderamente azaroso que nos refleja, sin embargo, qué significaba ser marino, corsario o pirata, realmente, en el año 1813 y no figuradamente, como ocurre ahora al comienzo de cada Semana Grande.
Según lo indagado por Martín de Zatarain, la Mary había salido de Tarragona con rumbo a Alicante al menos un par de meses antes. Estuvieron fondeados en ese hoy, otra vez, tan traído y llevado peñón de Gibraltar hasta el día 28 de noviembre de 1813. Una larga escala de 21 días.
Después de ella habían salido con rumbo Norte, una travesía que se vería interrumpida en los 49 grados de latitud y 9 de longitud.
En efecto, en esa altura de las cartas náuticas la Mary será abordada por un corsario estadounidense -en esos momentos en guerra contra Gran Bretaña, como ya se comentó en el número IV de esta serie-, que la capturará haciendo buen uso de los seis cañones que monta en sus amuras. Más que suficiente, por lo que se ve, para que el capitán Jorge Bron -o George Brown, si así lo preferimos- rinda el pabellón de la “Union Jack” y entregue la Mary al corsario yankee. Único, pero preciado, botín de ese abordaje, ya que la fragata inglesa no llevaba carga. Tan sólo el lastre de sus bodegas. En cualquier caso más que suficiente para esos halcones del mar salidos de Boston, de Baltimore, de Marblehead o de dónde quiera que tuvieran su origen en los recién constituidos Estados Unidos de Norteamérica.
Sin embargo, y como solía ser habitual -recordarán las escenas finales de “Master and commander”-, la tripulación capturada se había enfrentado con la dotación puesta en la Mary por el corsario yankee y, venciéndola y haciéndola a su vez prisionera, habían recuperado el control de la fragata, trayéndola sana y salva hasta Pasajes.
Los que no estaban tan sanos eran algunos de sus tripulantes. Uno de ellos, completamente anónimo para esos documentos, morirá el 28 de diciembre, día de los Santos Inocentes, de escorbuto.
Una circunstancia mala para él pero tranquilizadora para los caballeros que, como Martín de Zatarain, formaban parte de la Junta de Sanidad de los Pasajes. Al menos aquel “tarpaulin” -uno de los motes aplicados a los marinos británicos, en referencia a sus ropas y sombreros impermeabilizados con brea- no había muerto de fiebre amarilla o “calentura pútrida”. Como la que se había llevado por delante a muchos de los supervivientes -soldados y civiles- a la destrucción de San Sebastián provocada por algunos soldados y oficiales angloportugueses el 31 de agosto de 1813.
En cualquier caso, y para evitar males mayores como el recrudecimiento de esa enfermedad epidémica, el entierro que se dio a aquel marino es algo digno de cualquier homenaje a las víctimas que aquel otro gran dictador -llamado Napoleón Bonaparte- provocó desencadenando aquellas guerras llamadas, precisamente, napoleónicas.
Las notas sobre esos funerales que da la Junta de Sanidad son elocuentes por sí solas. Dicen así, con la mala ortografía de aquella época incluida: “El cadáver se ha hechado (sic) en mar fuera conducido por el Bote del mismo Buque acompañado à distancia del de la Sanidad con un Regidor, un representante del Governador de marina capitán de Puerto Ynterino, y un oficial Yngles”.
La escena seguramente fue digna de los pintores que triunfan en esas mismas fechas. Un Constable, un Caspar David Friedrich… El cadáver de un anónimo marinero es arrojado a las aguas abiertas ante el puerto de los Pasajes, mientras autoridades civiles y militares contemplan desde lejos, a bordo de sus respectivas embarcaciones, como aquel cuerpo es lastrado y enviado al que la subcultura de los marinos anglosajones de la época conocía como “Davy Jones´ locker”. Es decir, el cofre de Davy Jones. El maldito fondo del mar del que sólo se saldría el Día de la Resurrección para el Juicio Final.
Uno más de los eufemismos de esa parte de la cultura popular de la Europa Moderna de la que nos habló en su día en un magnífico, y recomendable, libro el profesor Peter Burke. No el único, eufemismo, de esa índole, por cierto. Como constatarán si se dan el gusto de escuchar alguno de los famosos “cantos de marinos” -“Sea shanties”- editados hace años en formato CD. En ellos se nos habla de muchas otras historias basadas en hechos reales como ese que tuvo lugar en Pasajes una mañana de finales de diciembre de 1813. Ahí oirán hablar, por ejemplo, de cómo el pobre Tom -una metáfora más del marino común- se fue a “Hilo” para no volver nunca más, él, que había luchado en Trafalgar, y según las distintas versiones de esa canción, tanto podía estar por las calles de aquel puerto peruano, como haberse convertido, ya para ese momento, en el amante de una sirena…
Maneras de endulzar muertes tan tristes y tan habituales como la que vivió aquel anónimo marino que había llegado hasta Pasajes a bordo de la fragata Mary. Una más de las muchas movilizadas, junto con sus respectivas tripulaciones, para poner fin a unas largas guerras que habían devorado en sus fauces a miles de seres humanos. Unos que, tal vez, hubieran muerto de viejos e incluso habrían recibido un funeral menos siniestro que el que aquel tripulante de la fragata Mary -aquel pobre Tom, aquel pobre “tarpaulin” anónimo- tuvo ante el puerto de Pasajes en diciembre de 1813. Un personaje que, la verdad, bien se merecería un homenaje que nos recordará todos los años lo que consiguió la megalomanía de un individuo -Napoleón Bonaparte- sacrificando sobre el tapete de la Historia miles de vidas como aquella para satisfacer su ambición.
Eso, quizás, tendría un mejor y más coherente sentido histórico que lo que se escenificó este sábado en la calle 31 de agosto por parte de los “piratas” donostiarras y otros colectivos, permitiendo de paso una conmemoración de aquellos hechos históricos más justa, incluso más generosa, en fin, más histórica.
Tanto para la población donostiarra víctima de una soldadesca despreciada hasta por sus propios compañeros, según contaba sir William Napier en su “Historia” de esos hechos que hoy recordamos, como para otras víctimas colaterales de aquellas guerras napoleónicas.
Como, por ejemplo, aquel marinero anónimo de la fragata Mary, arrojado al mar cerca de San Sebastián tras su muerte en diciembre de 1813 sin siquiera unas palabras que recordasen que él también había sido un ser humano.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanos “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)
Muy entretenido lo que cuentas sobre la fragata Mary y el marinero Tom.
ResponderEliminarLo triste es que los habitantes actuales de Donstia, por ser residentes modernos provenientes de pueblos de la provincia, y porque los descendientes de auténticos donostiarras de tradición estilo Sarriegui. Serafin Baroja, etc. etc. hubieron de exiliarse hace años en Madrid, y hoy los bildutarras gobernantes no tienen remota idea de lo que es el viejo espíritu donostiarra.
Cualquier año montarán en la Semana Grande unas pruebas de bueyes en vez de carreras de caballos en Lasarte.
Lo triste es que los habitantes de Donosti han votado a unos individuos para regir los destinops de la ciudad, que se estan inventando su historia y contandola con profusión de medios utilizando para ello dinero de todos los donostiarras.
ResponderEliminarAsi llevan mas de 50 años y lo seguirám haciendo mientras les dejemos con nuestros votos.
Salud