La penúltima campaña de las guerras napoleónicas (XII). ¿Aliado a las puertas?. Sobre la conducta de británicos y portugueses en San Sebastián (31-08-1813)
2 de septiembre de 2013
Por Carlos Rilova Jericó
Este sábado, al fin, se cumplió el bicentenario redondo tanto de la decisiva batalla de San Marcial como del asalto, quema y destrucción de San Sebastián el 31 de julio de 1813, culminando así la batalla por esa ciudad estratégicamente fundamental y por el control total del territorio peninsular por parte del ejército aliado hispano-anglo-portugués, a excepción de algunas guarniciones napoleónicas aisladas en Santoña, Pamplona, Cataluña…
Los hechos que se desencadenan en San Sebastián a partir de la una de la tarde del día 31 de agosto de 1813, cuando los soldados británicos y portugueses han logrado rebasar las brechas abiertas en la muralla de la ciudad por un casi constante fuego artillero, han sido contados hasta la saciedad: Napier, Gómez de Arteche, Luis Murugarren, más recientemente Javier Sada o Fermín Muñoz Echabeguren… Es decir, todos aquellos que, de un modo u otro, han escrito la Historia -strictu senso- del San Sebastián de aquella época, han tratado ya de esta cuestión.
Incluso a veces se ha hecho abordándola desde nuevos ángulos. Como ocurrió en esta página hace un año exactamente de mano del profesor Álvaro Aragón y del que estas líneas escribe.
Aún más, esta semana pasada ha concluido un exitoso curso de verano organizado por la Universidad del País Vasco y el Ministerio de Defensa con notable éxito de publico y en el que grandes especialistas en la materia -militares como el coronel Juan José Sañudo, el teniente coronel José Manuel Guerrero…- y civiles -Juan Pablo Fusí, Luis Castells Arteche, José María Díaz de Orruño, José María Portillo, Félix Luengo, el premio príncipe de Asturias Miguel Artola, entre otros… - han abordado esa cuestión y otras relacionadas con el polémico desarrollo de esa penúltima campaña -tan decisiva- de las guerras napoleónicas que, a lo largo de dos meses, desde finales de junio a finales de agosto de 1813, fue reduciendo el escenario de enfrentamiento entre aliados y ejército napoleónico a una estrecha franja en torno a San Sebastián y la frontera del Bidasoa.
Así las cosas, cabría preguntarse si es necesario, o siquiera posible, añadir algo más a ese fatal desenlace de la batalla de San Sebastián hoy tan traído y llevado. La respuesta a una pregunta así es que sí, que es inevitable añadir algo más.
En primer lugar porque todo lo dicho sobre esa cuestión debería considerarse, desde la perspectiva del historiador, más que como un final de camino, sólo como un nuevo avance hacia un mayor conocimiento de esa cuestión, hasta ahora menos trabajada de lo que se creía, a la vista de las preguntas tan enconadas que aún suscita y de la cantidad de documentos -centenares y centenares de folios- con información sobre esos hechos que aún no ha sido difundida.
De hecho, incluso algunos documentos ya editados contienen datos que apenas si podemos considerar difundidos por el modo en el que han quedado eclipsados. Es el caso de los 79 testimonios de donostiarras supervivientes a la masacre iniciada el 31 de agosto de 1813 que acabó con la destrucción de la ciudad.
Los que leyeron el artículo número XI de esta serie, publicado la semana pasada, ya estarán en antecedentes de las razones políticas que últimamente han llevado a que ese interesante documento, esos 79 testimonios, no haya podido revelar todo lo que podía revelar sobre ese controvertido final de la batalla de San Sebastián el 31 de agosto de 1813. Quienes no hayan leído ese artículo número XI deberán leerlo o sacar sus conclusiones a partir de lo que se dirá en éste.
Unos y otros, en cualquier caso, deben saber que la lectura atenta de esos 79 testimonios revela -como no podía ser menos- datos verdaderamente importantes respecto a ese atroz final que tuvo, ahora hace doscientos años, la batalla de San Sebastián el 31 de agosto de 1813. Siempre, claro está, que ese documento se aborde con espíritu crítico y con los instrumentos propios de la ciencia que es la Historia, no como si fuera un pasatiempo o un juguete político más peligroso de lo que se cree.
En efecto. En primer lugar la lectura completa de esos 79 testimonios revela que tanto los oficiales como los soldados británicos y portugueses implicados en la toma de San Sebastián el 31 de agosto de 1813, quedan claramente divididos en dos grupos desde el primer momento.
Están por un lado los que se comportan de una manera feroz, incluso inhumana teniendo en cuenta que se enfrentan con civiles desarmados y no con Infantería de línea napoleónica, como ha ocurrido hasta el momento en el que se ha asaltado, con éxito, una de las brechas abiertas en los baluartes de San Sebastián. Es un grupo claramente definido en esos 79 testimonios que, en cualquier caso, se encuentra muy lejos de lo que pueda significar, ni siquiera remotamente, la palabra “aliado”. Su comportamiento, desgraciadamente, ha sido sobredimensionado en las polémicas un tanto artificiosas surgidas en torno a esos días de horror que siguen a la victoria aliada en la batalla de San Sebastián.
Ese sobredimensionamiento ha conducido a un falseamiento de esos desgraciados hechos históricos por omisión. Una omisión que, de manera casi imperceptible, está llevando a construir un recuerdo colectivo bastante tosco del que resultaría que todos -sin excepción- los soldados angloportugueses que toman la ciudad el 31 de agosto de 1813 se habrían comportado de ese modo brutal y cobarde (insisto una vez más en que vuelven armas contra civiles indefensos).
Una omisión que, por otra parte, está llevando a caricaturizar a ese aliado convertido en enemigo en la tarde del 31 de agosto de 1813, convirtiéndolo en un monstruo simiesco -similar al de la propaganda de guerra- con el que no cabría más interpretación ni análisis histórico para averiguar quién exactamente se comportó cómo -y por qué- en los momentos de saqueo, muerte y horror generalizado que siguen a la victoria aliada del 31 de agosto de 1813, algo que, naturalmente, el historiador no debe permitir.
A ese respecto sólo indicaré un único ejemplo para que puedan calibrar hasta qué punto conocemos o no el comportamiento de esos soldados y oficiales británicos y portugueses que actuaron de forma verdaderamente inmunda el 31 de agosto de 1813 y días subsiguientes.
El dato en cuestión nos lo da el testimonio del comerciante donostiarra José Manuel de Bereciarte, octavo testigo de esa relación de 79. Tras robar, golpear, amenazar y disparar tanto contra él y su familia como contra otras dos que se habían refugiado en esa casa, violan a las mujeres. El acto es tan brutal que, como señala el testigo, un soldado portugués le obliga a sujetar una vela para alumbrarle mientras se efectúa la violación de todas las mujeres refugiadas en su casa.
No cabe duda, por detalles como ése, la clase de degradación mental a la que han llegado algunos de esos soldados, rozando los límites de un comportamiento que hoy se definiría como propio de un psicópata. Es decir, el de alguien indiferente al sufrimiento ajeno.
Sin embargo, no es esa la única lectura que ofrece a ese respecto ese testimonio. Tras esa violación colectiva algunos de esos soldados exigen a esas mujeres algo que revela, mucho mejor, hasta qué punto había llegado la degradación moral de aquellos soldados portugueses y británicos que alegaron tener órdenes -o actuaron como si las tuvieran- de arrasar la ciudad. Es decir, no sólo se conforman con obtener sexo de manera violenta y brutal, física, de esas mujeres, sino que las amenazan con la muerte si, además, no les facilitan algo que demuestra que esos hombres fueron alguna vez personas con una vida familiar estable y unos afectos normales -humanos incluso podríamos decir-. A saber: que duerman junto a ellos. Como si se tratase de sus esposas o de sus amantes. Las mismas que, quizás, llevaban años sin ver. Años de embrutecimiento, en medio de una guerra devastadora, en ocasiones sin cuartel, que los había reducido a ese estado más o menos bestial en el que aún queda ese destello de humanidad, reflejado en esa repelente búsqueda de afecto en mujeres a las que acaban de tener a la fuerza.
Como vemos, las lecturas sesgadas y apresuradas de determinados documentos llevan a error a la hora de calibrar correctamente lo que pudo pasar en determinadas coordenadas de tiempo y espacio. En este caso San Sebastián el 31 de agosto de 1813. En definitiva, para el historiador, y para los lectores de Historia, deberían ser tan importantes los desgarradores sufrimientos de las víctimas, como el estado de desquiciamiento personal -o de maldad en estado puro, sin otro motivo que la borrachera de poder que da el ejercerla- que los genera. Todo lo demás debe ser descartado como simple y pura visceralidad que, además de no ser válida como conocimiento histórico, en el peor de los casos, sirva para generar, y justificar, más violencia de signo contrario pero igual de degradante.
Las lecciones que a ese respecto pueden ofrecer esos 79 testimonios no acaban ahí. Otro conocimiento útil -de hecho imprescindible para escribir la Historia de esos hechos- es el de permitir distinguir claramente a través de esos testimonios otro grupo entre los soldados angloportgueses que toman San Sebastián el 31 de agosto de 1813 que, aún a pesar de haber pasado por circunstancias muy similares a las del grupo descrito en el testimonio de Bereciarte, se comportan de un modo opuesto. Un detalle que, por supuesto, es otra faceta de esos hechos históricos que se debe tener presente y subrayar adecuadamente.
Es el caso, por ejemplo, de un granadero británico que se enfrenta con sus propios compañeros, negándose a que roben y maltraten a una pareja de la burguesía donostiarra, el tesorero de la ciudad Pedro Ygnacio de Olañeta y su mujer.
Especialmente digno de elogio y de ser sacado a la luz más de lo que ha sido sacado, es el testimonio de otro buen burgués donostiarra atrapado en aquellas difíciles circunstancias, el corredor de navíos mercantes Antonio María de Goñi, que nos habla de dos oficiales, un anónimo británico y el alférez portugués de un regimiento de tiradores de élite, el octavo de Caçadores, José Carrasco. Éste último ayuda a Goñi en varias ocasiones. La primera tiene lugar el mismo 31 de agosto, cuando tras agasajar a los soldados aliados que entran hasta la calle de la Trinidad -hoy, precisamente, 31 de agosto-, estos saquean su casa y le atacan -indistintamente británicos como portugueses- a pesar de la condición de español -y por tanto aliado suyo- que exhiben Goñi y su familia como una especie de salvoconducto.
Goñi, viendo esto, saldrá a la calle en busca de un oficial que pare esos excesos y, como él mismo dice, tendrá la suerte de encontrarse con el alférez Carrasco, que evitará la violación de la criada de Goñi y lo conducirá a él, a su madre, a su tía, a la citada criada y tres mujeres más hasta la casa en la que se aloja el que el documento llama “general Esprey”. Desde allí el coronel del regimiento portugués número 15 mandará al alférez que acompañe a Goñi a ver al general británico al mando de las tropas, que en esos momentos está en el café del Águila. En compañía de esos oficiales lograrán detener en la calle de la Escotilla -la actual San Jerónimo- a unos soldados aliados que están tratando de quemar una casa.
Posteriormente Carrasaco, en compañía de un oficial británico cuyo nombre no recuerda Goñi, apalearan a sablazos a un grupo de soldados que trataban de forzar a dos muchachas refugiadas en la casa 209 de la calle de la Trinidad, hoy 31 de agosto.
Goñi, sin embargo, indica que no vio poner patrullas para controlar semejantes desordenes, lo cual le llevó a abandonar la ciudad gracias a la protección obtenida por esa oficialidad que, indiscutiblemente, trata de hacer todo lo que está en su mano para detener esos desmanes.
Algunos oficiales británicos, concretamente dos capitanes del regimiento 9º de línea británico señalan a otro de esos 79 testigos, a quien también protegerán hasta dónde les es posible, que es imposible hacer nada…
Algo que, naturalmente, y dado el grado de enconamiento al que ha llegado la discusión entre Historia y Política acerca de esta cuestión de los hechos del 31 de agosto de 1813, suscita la pregunta de hasta qué punto nos podemos fiar de palabras así o debemos considerarlas una mera excusa.
La respuesta, al menos en parte, puede estar en un documento del Archivo General de Gipuzkoa, conservado bajo la cifra JD IM 3/14/178.
En él se describe la Historia, en absoluto conocida, de uno de los vecinos -accidentales en este caso- de la ciudad de San Sebastián que logra escapar indemne gracias a la ayuda que solicita, y obtiene, de un soldado británico de los que toman la ciudad.
El interesado era el herrero de origen francés José Alliand, natural de Chateauneuf en el Departamento de la Drome (sic) que, tal y como certifica el secretario del nuevo Ayuntamiento constitucional de Rentería, está trabajando en esa villa desde el 8 de septiembre de 1813. Sencillamente porque se presentó con un soldado británico que les dijo a las autoridades competentes de esa villa que aquel hombre debía quedar allí y trabajar como herrero, porque así lo mandaba su comandante…
Algo que a finales de ese mismo mes se descubre ser una completa y absoluta mentira. Una jugarreta más perpetrada no sólo en esa ocasión, sino al menos en otras siete por diferentes soldados británicos, que se las arreglan para sacar prisioneros de los depósitos de San Sebastián en los que han quedado tras la capitulación de la ciudad bajo acuerdos similares al que cierra José Alliand con aquel desconocido soldado británico, que se muestra como un generoso benefactor riéndose -esta vez para favorecer a un prójimo- de las órdenes dadas por sus oficiales superiores.
En este caso un irritado mylord Wellington que lo hará saber del modo más contundente, advirtiendo a las autoridades civiles que no admitan semejantes apaños, pues él ha prohibido tajantemente que ningún francés con origen en San Sebastián pueda salir de esa plaza…
Una prueba que, evidentemente, nada excusa, como decía sir Wiliam Napier, del infame comportamiento de otros soldados -no todos, no lo olvidemos- bajo ese mismo mando británico en la ciudad de San Sebastián a partir de la una de la tarde del 31 de agosto, pero que, al menos, explica con más rigor qué es lo que pudo pasar en esa ciudad hace ahora dos siglos, cuando el ejército aliado, al fin, logra romper las líneas francesas que lo han retenido desde el 28 de junio de ese año en una incierta y tensa situación, dentro de un cuadrado formado por fortalezas en poder del ejército napoleónico.
Uno en el que se debía vencer en una gran victoria como la que tiene lugar el 31 de agosto de 1813 en San Marcial, o sucumbir y ser arrollado por un triunfante mariscal Soult.
El correo de la historia.
Blog de la Asociación de Historiadores Guipuzcoanos “Miguel de Aranburu” (Diario Vasco)
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